Herencia
La adrenalina comenzaba varios días antes, de hecho en el mismo momento en qué nos enterabamos qué nos iríamos de pesca. Pronto comenzaban los primeros arreglos: sacar la vieja caña del clóset, limpiar la caja de pesca que ya se desarmada sola y estaba bastante hedionda por alguna carnada olvidada, con los anzuelos oxidados y con los sueños vivos de todos los peces qué podríamos capturar. El viaje se sentía realmente como convertirse en astronauta, aunque en una nave espacial vieja y que nos podría dar más de alguna sorpresa en el camino. Afortunadamente, ninguna que no se pudiera solucionar con alambre, agua y un alicate. El viaje era hermoso y silencioso, algo excitante y también incómodo.
Ahora pienso que era una de las pocas instancias en aquellos años en que los padres compartían realmente con los hijos sin la presencia de las madres, por lo que ninguno de los tripulantes de la nave estaba muy acostumbrado a compartir entre sí. Las preguntas sobre cuanto faltaba el viaje se acallaban rápidamente, con un cortante y poco pedagógico: “vamos a llegar cuando lleguemos, silencio.” antes del peaje de Melipilla. Así se anticipaba cuál sería la tónica de las respuestas del pescador durante todo el fin de semana. Luego de varias horas, llegábamos a la cabaña en Punta de Tralca a eso de las siete u ocho de la tarde, para comer algo rápido y finiquitar los últimos detalles antes de la salida de pesca al día siguiente, durante la madrugada. Esa noche casi ni se dormía de la emoción y cuando, al fin, uno conciliaba el sueño era interrumpido abruptamente con la voz de mi padre diciendo fuerte: levántese!, esta la leche lista en la cocina (la leche peor preparada y a una temperatura que cocía la lengua, pero que tomábamos igual). Recuerdo a mi padre revolviendo el café en la cocina, fumando el primer o segundo cigarrillo, mientras esperaba que nosotros nos termináramos de alistar en una oscuridad casi absoluta. Todos al auto, con el asiento frío como pocas cosas que recuerde, y así partíamos a la ansiada jornada. Acompañar al Padre a pescar en esa época no tenía que ver con que nosotros lleváramos unas cañas más pequeñas, o que él nos prestará la suya, o nos ayudara en algo para que nosotros pescáramos. Acompañar al padre a pescar era casi exclusivamente pararse en la arena con frío en medio de la oscuridad, mirando a mi viejo con su termo con café, con la caña en la mano, diciéndonos que guardaramos silencio para no espantar los peces y, con mucha suerte, abrir una que otra macha o almeja para entregársela lista al pescador y mirar… Sólo mirar… Las jornadas nunca fueron muy exitosas en capturas y sinceramente, hoy veo, tampoco eso importó mucho. Aunque parezca algo contradictorio con este breve relato, aquellas jornadas de pesca con mi padre.. fueron de las instancias más valiosas que he tenido. Poco aprendí de capturar un pez, pero mucho de estoicismo y de abrir mariscos con rapidez. También pude conocer un poco a mi padre y, por tanto, conocerme más. En un mundo que nos daba pocas chances filiales en este sentido, a mi padre y a mí, la pesca nos dio una cálida mano.